viernes, 25 de julio de 2008

Artocarpa





Atrapé a la gula por una trenza
y me la senté en las rodillas.
Cómo pesaba.
Su cabello de chilacayote;
sus pómulos de mazapán barnizado,
con perfectos círculos cereza;
su sobaco, al abrazarme, fragante a aperitivo.
Era bastante pazguata, la pobre.
—Ea —le dije, simulando satisfacción—, te quedas y,
como la sabiduría popular previene que
la mujer en casa, y con la pata rota,
tú dirás cuál te quiebro, de preferencia
por la mitad. Ocupó entonces mi asiento,
extendió una como Felipe II, yo
procedí— y oh, sorpresa:
sonó (y sentí) como si partiera una excelente barra de pan.

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